POR JORGE OSSONA – INVESTIGADOR CENTRO DE INVESTIGACIONES LATINOAMERICANOS SOBRE EL DESARROLLO Y LA INTEGRACION (FCE-CEINLADI-UBA) – Literalmente, el concepto de “zona liberada” supone la trasgresión a las normas en determinado territorio a cambio de recursos económicos o no. El término suele asociarse a la fisiología corrupta entre la policía, la justicia y el delito organizado. Sin embargo, esta alianza colusiva también podría extenderse a aquello que hemos dado en denominar la administración de la pobreza estructural, ese fenómeno surgido hace ya cuatro largas décadas y cuyo tratamiento por ensayo y error supuso ese aprendizaje sostenido por su viabilidad y por sus insospechados éxitos a juzgar por sus elevados lucros materiales y políticos.
Dicho de otro modo, una zona liberada supone una renuncia al ejercicio de la ley por parte de las autoridades públicas que deberían garantizarlo. Las causas de esa deserción son múltiples. Sin duda, desde mediados de los 70, las ineficiencias estatales para el cumplimiento de sus objetivos solieron ser resueltas mediante el desmantelamiento de dependencias enteras, en cuyo caso la zona liberada no significa sino una confesión de impotencia. La administración de la pobreza admite una lectura acorde en términos de tercerizar en determinados segmentos de la pobreza facultades públicas que las autoridades no están en condiciones de garantizar.
A la postre, ello deviene en un orden y en una presencia pero de contornos diferentes a la dispuesta por la constitución y la ley. Ese ordenamiento se consolida ni bien adquiere el reconocimiento como valioso por parte del sector de la sociedad al que se dirige y, por lo tanto, obtiene el consentimiento para su obediencia. Todo el mundo de la nueva pobreza se fragmenta en un rompecabezas de estas situaciones de excepción que dejan de serlo conforme devienen en normalidad fáctica.
Retornando al concepto que nos ocupa, La Salada es solo una mega zona liberada debajo de la cual subyacen otras y en cuyo núcleo se ubican los territorios pobres especializados en la producción textil clandestina. Ambos polos de la relación resultan así indiscernibles y conviene abordarlos en conjunto para no perder de vista su carácter sistémico. Los asentamientos territoriales de Santa Catalina y Villa Albertina contienen, en mucha medida, aspectos que se reproducen en el complejo ferial propiamente dicho.
Se trata de barrios resultantes de ocupaciones de tierras enajenadas “en macizo”; es decir, sin títulos de propiedad individual. A veces, este tipo de distribución es deliberado sobre la base de las denominadas cooperativas territoriales a cargo de una organización intermedia que administra su tenencia mediante alquileres, desalojos, relocalizaciones, etc. En otras, en cambio, la enajenación es individual; pero las demoras en la regularización dominial de los vecinos por razones que van desde tratarse de tierras bajas o contaminadas hasta las meramente políticas clientelares determinan un “macizo” factico; mucho más, cuando los terrenos experimentan divisiones y subdivisiones que tornan la individualización de un propietario tan poco factible como innecesario y hasta inconveniente en muchos casos.
Las administradores de las ferias de La Salada ofician como los jefes de las organizaciones territoriales en macizo: no son dueños sino eminentes del territorio alquilando y subalquilando la versión comercial de los lotes bajo la forma de puestos. Estos eventualmente piden ser vendidos pero de manera precaria y, por lo tanto, condicional. Por debajo de él entonces, se ubican diferentes capas de “propietarios” casi siempre colectivos como cooperativas, armadores, etc. Todos perciben un lucro superlativo en concepto del alquiler de los puestos tres veces por semana. Los subalquileres determinan la posibilidad de varios estratos de locadores.
Pero los administradores asumen también funciones específicamente estatales. En el curso de cada feria, un núcleo de empleados procede a la recaudación de un tributo en sustitución de aquellos que según la ley debería ser gravada por las autoridades municipales como la provisión de energía eléctrica, barrido y limpieza, agua y autorizaciones; o por las provinciales como la seguridad. Esta, queda a cargo de empresas privadas o de grupos de oficiosos culatas a veces con sus respectivos uniformes. Las cantidades embolsadas se reparten entre los dueños del territorio y las citadas autoridades pero de manera informal.
Los administradores recomiendan a los puesteros inscribirse como monotributistas, cosa que al menos los vincularía a la legalidad formal supervisada por inspectores de la AFIP; pero ese pago en la mayoría de los casos se evade porque los jefes no están interesados en garantizarlo y porque el Estado no tiene capacidad logística para exigirlo. En resumidas cuentas, no se paga o apenas si lo pagan algunos comerciantes formales que también se radican en La Salada diversificando sus negocios.
El impuesto más importante de todos es la denominada “marca” que recuerda a la talla medieval. Se trata de un gravamen sobre los puesteros-talleristas que falsifican marcas oficiales pero que en realidad pagan todos, incluyendo a los que no lo hacen. La marca es solo una excusa, un reconocimiento tácito de que todo el ordenamiento constituye una representación inverosímil respeto de lo que dice representar porque los administradores le pagan a las empresas exigiéndolo sobre puesteros que, a su vez, evaden todo tipo de regulación comercial y laboral. Es el imperio, entonces, del sobreentendido que de todos modos responde a normas tacitas reconocidas como “códigos”. Su cumplimento reside, en última instancia en el ejercicio de la fuerza, pero esta no es del todo arbitraria. Su compulsividad es más radical que la represión estatal porque su incumplimiento supone nada menos que la subsistencia de los beneficiarios.
De manera más cruda, ese ordenamiento se percibe en la feria callejera porque allí los cobros no lo realizan empleados sino barras bravas o bandas delictivas contratadas por los administradores con la debida aquiescencia policial. Estos se presentan ante los puesteros como policías y de hecho, se hayan respaldado por efectivos de civil que supervisan los cobros para después poder participar de sus dividendos. Pasan varias veces en el curso de la noche y eventuales evasiones son reembolsadas en el acto mediante la confiscación del puesto o el ulterior asalto de los vehículos en los que los puesteros transportan la mercadería. El concepto de seguridad es salvaje por denominarlo de alguna manera y se parece al ban de los señores medievales.
El deterioro del Estado se registra no solo por su impotencia administrativa condicionada por la fuerza de estos sectores sino también por su propio comportamiento faccioso. La policía, por caso, se reserva sus lucros mediante el control de las vías de ingreso de los talleristas al complejo y de egreso de los micros que transportan mercaderías al por mayor que luego se vende en las distintas “saladitas” distribuidas en todo el país. Cada tallerista-puestero y cada micro aporta un monto preestablecido. Pero la regla tampoco es exacta por el eventual compromiso de los administradores con barras bravas o malandras que habilitan a eventuales confiscaciones más allá de lo estipulado. Son situaciones prácticamente regulares pero de todos modos excepcionales: nadie está libre de que “en algún momento le toque” a la manera de una fatalidad.
La recaudación policial sube por sucesivos peldaños, a saber: delitos y estafas, narcotráfico, brigada distrital y departamental. La terminal son las autoridades provinciales del Ministerio de Justicia; aunque también las nacionales porque a la par recauda la policía federal. Los peajes y contribuciones se reproducen en los barrios de alta concentración de talleres garantizando su pago los referentes territoriales vinculados, a su vez, al municipio. El sistema, en suma, constituye un filón invalorable menos para llenar de recursos las arcas públicas que las cajas negras de las corporaciones política, judicial y policial; todas comunicadas entre si.
La versión saladense de la administración de la pobreza, sin embargo no deja de ser un fenómeno democrático. De hecho, ofrece trabajo a miles de personas como carreros, guardias de seguridad, alquiladores, compradores, etc. Y mercaderías baratas para millones. Garantiza un ordenamiento social “conservador”, “pobrista” si se quiere pero útil como garantía de subsistencia plasmable, a su vez, además de recursos para financiar carreras políticas, en votos resultantes de la movilización de los franquiciados organizados colectivamente en estamentos cerrados y predecibles. En suma, la garantía de una paz social tensa que, en determinadas situaciones, puede extenderse mediante la habilitación de trasgresiones de mayor envergadura como las ocupaciones masivas de tierras o el saqueo de centros comerciales. Se cuentan con dispositivos de contención que permiten luego remitir las acciones. Y volver las cosas a su quicio tenso pero gobernable; al menos, por ahora.