Por Luciano Pugliese, integrante del equipo de asistencia técnica de la Fundación Metropolitana.
Bajaban todavía las aguas de la dura inundación en La Plata, La Matanza y Buenos Aires cuando asociaciones profesionales, especialistas y representantes de organizaciones no gubernamentales copamos parte del tiempo o los centímetros de los medios de comunicación insinuando posibles explicaciones, exhibiendo antecedentes históricos, ofreciendo pistas para tratar de comprender lo ocurrido, mientras aún duraba el shock.
Todo lo dicho en esas horas por técnicos, especialistas y organizaciones es lo esperable y lo que corresponde. En su mayoría son planteos de un enorme sentido común:
a) no apreciamos adecuadamente que el medio natural en el que se despliega la metrópolis es una llanura con mínima pendiente, atravesada por centenares de valles fluviales con cursos de agua que ignoramos, contaminamos, canalizamos, redirigimos o eliminamos;
b) los cambios en el clima y el régimen de lluvias y vientos llegaron para quedarse o agravarse;
c) la enorme capacidad profesional para proponer obras y otros paliativos no se traduce en concreciones por la falta de programas de largo plazo;
d) nuestros excelentes profesionales generan proyectos que las arbitrariedades en la asignación de los recursos estatales dejan en la nada;
e) la realización de obras imprescindibles podría haber moderado el impacto de la inundación pero que de todas maneras hay que prepararse para una gestión racional del riesgo, cuestión que no hemos encarado seriamente porque nos negamos a admitir la magnitud de las amenazas con las que convivimos;
g) vivimos en una metrópoli que carece de un plan para la ocupación de su espacio mientras continúa creciendo y parece hacerlo más rápido todavía que hace unos años;
h) la política no logra hacerse de una perspectiva territorial y la regla es la imprevisión;
i) desde los saberes disciplinares “no hemos sabido incidir en las agendas públicas” (notable definición del Colegio de Arquitectos de la Provincia de Buenos Aires);
j) el crecimiento de la informalidad habitacional tiene como destino esos valles de inundación que hay que preservar libres si queremos amortiguar las crecidas;
k) nadie contiene la urbanización comercial en áreas no aptas o ecológicamente estratégicas, con la consecuente ocupación, impermeabilización y alteración de la morfología en valles de inundación y humedales, por las ventajas de localización o la rentabilización de alguna riqueza paisajística.
En fin, me animaría a resumir buena parte de estas explicaciones en una sola: la dificultad de la política urbana para conducir el crecimiento de la metrópolis Buenos Aires, y las ciudades argentinas en general; dificultad que no es de ahora. Y este es el punto.
Entre 1950 y hoy hubo más de 25 eventos de inundación que superaron las marcas límite que determinan la evacuación.
En julio de 1958 una sudestada sin precedentes castigó a toda la región ribereña de la metrópolis. Desde San Isidro hasta Berisso todas las localidades fueron devastadas, dejando 100 mil evacuados y seis muertos.
En mayo de 1985 una tormenta de parecida intensidad a la sufrida en La Plata, pero extendida en todo el litoral bonaerense causó 15 muertos y 120.000 evacuados.
En julio de 1992 se produjo otro evento extraordinario, con resultados muy similares a los anteriores.
Como reflejo del evento de 1958, en la Provincia de Buenos Aires se sancionó en 1960 la autodenominada “Ley de Conservación de los Desagües Naturales” (ley 6253). Prohibió ocupar los márgenes de los ríos en una franja de un mínimo de 50 metros extensible hasta la línea de las crecidas extraordinarias.
Como consecuencia del evento de 1992 en la Provincia de Buenos Aires se sancionó en 1997 por exigencias del BID y el Eximbank que financiaban un programa de obras estructurales de defensa, la autodenominada ley sobre “Normas de Demarcación en Terreno y Preparación de Mapas de Zonas de Riesgo, Áreas Protectoras de Fauna y Flora Silvestres y Control de Inundaciones” (ley 11.964). Estableció la obligación de determinar cuatro franjas de resguardo en zonas litorales: zona prohibida, zona con restricciones severas, zona con restricciones parciales, y zona de advertencia. Determinó todos los procedimientos para establecer las restricciones al dominio de los inmuebles particulares afectados.
La aplicación concreta de estas normas, que no fueron derogadas, tendría hoy una importancia crucial para regular el uso del suelo en las cuencas medias y altas de los ríos que atraviesan la urbanización metropolitana, en los humedales del sur de la costa rioplatense o de la cuenca del Luján, y en tantas grandes fracciones vacantes insertas en zonas urbanas, entre otros sitios.
La ley de 1958 fue reglamentada un año después anulando su verdadero sentido. En vez de resolver cómo se determinaría la línea de crecidas extraordinarias o pormenorizar el tipo de restricciones, el Decreto 11368/61 directamente fijó en 100 metros reducibles en casos a 30 o incluso 15, el máximo de restricción si median “obras de relleno aprobadas por el Ministerio de Obras Públicas”. Primó la perspectiva de la parcela individual y cómo lograr su máximo aprovechamiento posible.
Por su parte, la ley de 1997 nunca fue aplicada. El código de aguas de 2002 no la derogó pero tampoco la incorporó como parte de ese cuerpo general. Una catarata de resoluciones de la Autoridad del Agua vienen autorizando, siempre a título precario y salvando expresamente las responsabilidades del organismo, enormes obras de relleno, polderización, excavación de lagunas con perforación de napas subterráneas y destrucción de humedales en el borde mismo de grandes cursos de agua en emprendimientos residenciales repartidos en toda la región, aunque muy especialmente en la zona norte. Se construyó para esto hasta un modelo de manejo hidráulico para las llamadas “urbanizaciones acuáticas” (Nordelta, Eidico, etc.)
¿Qué se puede entender de estos procesos? Mi hipótesis es que el sentido común, incluso traducido en normas generales con intenciones irreprochables, encuentra un límite insuperable a la hora de traducirse en práctica concreta. Más precisamente: a la hora de limitar efectivamente el modo de apropiación, uso y valorización del suelo por parte de algunos actores privados, en especial ciertos segmentos del mercado inmobiliario.
Se ha repetido mucho la definición del sociólogo Horacio Torres cuando calificó las políticas públicas sobre uso y ocupación del suelo metropolitano de “laissez faire” (“dejar hacer, dejar pasar” la consigna suprema de las políticas de liberalización). Esto vale claramente para los grandes ciclos de la expansión de la mancha urbana metropolitana, incluido el de la “suburbanización de las elites” con las urbanizaciones cerradas y el fuerte crecimiento de las villas y asentamientos de la década del ‘90, que sigue casi igual hasta hoy. El estado, que tanto avanza en tantos terrenos, no lo hace casi en éste.
Hay un proyecto de ley nacional de uso del suelo que permitiría fundar jurídicamente otras prácticas urbanas. Fue anunciado por la Presidenta hace ya varios años pero está a la espera de tomar estado parlamentario. El proyecto de reforma del Código Civil y Comercial establece en un artículo la necesidad de compatibilizar el derecho individual sobre bienes inmuebles con los derechos de incidencia colectiva en función de la sustentabilidad ambiental, pero lo cierto es que dedica mucho más a la implantación de un nuevo régimen jurídico para las urbanizaciones cerradas. La ley de Acceso Justo al Hábitat de la Provincia de Buenos Aires constituye un avance más directo hacia cierto control de las hiper rentas del suelo; habrá que esperar una reglamentación que no la tergiverse y construir una práctica concreta que permita sostener sus principios. Pero no tiene como objeto definir un régimen de suelo que además preserve la matriz ambiental del territorio.
Como siempre, hay que concluir que no habrá posibilidades de una ciudad más equitativa y de calidad sin un aumento de la capacidad de la sociedad para observar y controlar los procesos claves de transformación urbana.
Me gustaría terminar con una referencia que parece una cuestión de pura técnica pero es bastante más que eso. Tiene que ver con la necesidad de dotarnos de un régimen legal de administración del suelo urbano que tenga un conjunto de instrumentos innovadores, además de establecer más o menos límites al ejercicio del derecho individual de uso. Las legislaciones sobre uso del suelo más avanzadas, como hay en muchos países, establecen herramientas operativas claras para reasignar rentas del suelo en función de un proyecto de ciudad más vivible para todos. No es una reasignación indirecta sino bien directa: por ejemplo, el que recibe el permiso de urbanizar nuevos suelos debe contribuir para que otro suelo inundable pueda ser privado de todo uso lucrativo y afectado sólo como reservorio. O quienes reciben permisos para incrementar alturas de edificios en ciertas zonas tengan un cargo que permita construir nuevos parques urbanos. En algunos casos, este sistema se llama de “distribución de cargas y beneficios” entre propietarios.
Esto, que obviamente implica una serie de procedimientos técnicos y administrativos para su aplicación general, encierra una noción de construcción colectiva de la ciudad que logra compensar la destrucción del valor de parte de sus parcelas cuando deben ser directamente retiradas del proceso de urbanización en función de una idea totalizadora, muy especialmente en las áreas de más fuerte transformación. En la Provincia de Buenos Aires este concepto puede coexistir perfectamente con la tasa sobre la valorización del suelo con destino al hábitat social que determina la Ley de Acceso Justo al Hábitat. En la Argentina una noción similar aplicada al uso del suelo rural apareció hace poco en la ley para la preservación del bosque nativo.
La ciudad y los millones de actores que la construyen se modifican recíprocamente todo el tiempo. Se necesitan por lo tanto mediaciones muy finas y eficaces entre lo individual y lo colectivo; es decir nuevos instrumentos de gestión urbanística. En parte se puede hacer innovando en las prácticas; en parte se requieren nuevas normas. Para esto, la política se debe cargar previamente de una fuerte perspectiva territorial. Si no, seguiremos dictando leyes con buenas intenciones. Pero tendremos la misma inundación.