POR FERNANDO PEIRANO, ECONOMISTA, ESPECIALIZADO EN INNOVACIÓN Y DESARROLLO. PROFESOR E INVESTIGADOR EN LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES, LA UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES Y EL CENTRO DE ESTUDIOS METROPOLITANOS.- Convivimos con una revolución digital que está cambiando la manera de estudiar, de trabajar, de hacer negocios; de ofrecer, acceder y hacer seguimiento a servicios; en definitiva, está cambiando nuestra manera de vivir. Este nuevo ecosistema digital ofrece grandes oportunidades para el desarrollo social y económico. ¿Como debemos prepararnos? Sin duda, el desarrollo de las tecnologías 4.0 ha abierto, en un plazo muy corto de tiempo, una nueva cartera de herramientas con fuerte impacto en tres dimensiones claves para la dinámica de una ciudad: el Estado enfrenta una transformación digital que lo lleva a un nuevo paradigma, con nuevos alcances pero también con nuevas exigencias y expectativas; y por el otro lado, la transformación digital también potencia otros cambios culturales en la construcción de la ciudadanía, un ciudadano dispuesto a revisar la delegación de responsabilidades que encierra la democracia, más interesado en asumir un rol más participativo y comprometido, con nuevas capacidades para articularse con otros actores o para impulsar iniciativas o ejercer un control sobre los asuntos públicos o privados. Como tercer elemento, la transformación digital también está revolucionando la forma de producir y consumir, existe una fuerte reconfiguración en el mercado de trabajo y en la oferta de bienes y servicios. Se avanza hacia entramados donde se agudizan los extremos: se amplían las empresas pequeñas y trabajadores autónomos al mismo tiempo que crece el protagonismo de grandes grupos empresarios de escala global.
Todo esto encierra oportunidades y desafíos para las ciudades desde la adecuación de las infraestructuras necesarias, otras dinámicas de movilidad, una transformación acelerada en las prácticas de la gestión pública, modificaciones profundas en los esquemas tributarios, desarrollo de nuevos criterios para el uso del suelo y del espacio, el acceso a bienes comunes y la gestión del impacto ambiental, nuevos roles de regulación y fiscalización. En definitiva, una reconfiguración de los contratos sociales que ordenan y estructuran al ámbito urbano.
Se gesta un nuevo paradigma denominado “smart cities” donde la transformación digital impulsa una renovada exigencia hacia la dirigencia pública y privada. Las ciudades que no resuelvan bien el acertijo que conlleva esta transformación verán incrementar la fragmentación, la exclusión y la inequidad. El equilibrio entre los actores que hacen a la ciudad se verá trastocado: unos incrementarán su capacidad de imponer condiciones sobre los otros. Así, el pasaje hacia el nuevo paradigma, para que resulte virtuoso, redobla la apuesta, impone mayor exigencia, requiere de políticas públicas más sofisticadas, de mayor capacidad de planificación, de mejores acuerdos sociales sobre el sendero de progreso colectivo. Y esta condición involucra a un número muy amplio de ciudades, no solo a las centrales. En la actualidad, las nuevas dinámicas globales, lleva a un intendente de una ciudad alejada y pequeña a tener que lidiar con empresas globales y definir reglas sobre servicios que antes se resolvían enteramente en el ámbito provincial o nacional.
En definitiva, se trata de rediseñar el Estado, no de reducirlo o apartarlo. Se trata de reconfigurar acuerdos sociales, no de disolverlos o reemplazarlos por vínculos comerciales apoyados en intercambios digitales. Se trata de aprovechar las nuevas tecnologías para seguir construyendo sociedades más justas, equitativas, respetuosas de la diversidad e integradas. Para algunos podrá aparentar paradójico, para otros la confirmación de reglas bien establecidas: los avances tecnológicos y la ampliación de herramientas refuerzan anhelos y desafíos que colocan una vez más a la política y lo social en el centro de la escena.
La innovación no se resume simplemente a los avances tecnológicos. Para poder pensar en ciudades inteligentes debemos modificar aspectos estructurales que parten desde la educación, el incentivo a los emprendimientos y nuevas ideas, hasta la planificación de los espacios y servicios en función de los requerimientos de los ciudadanos. Los gobiernos tienen que asumir un rol y deben evitar que los monopolios frenen o controlen las innovaciones. Todo debe estar direccionado hacia una gestión más democrática del territorio. Se debe posibilitar la participación activa y protagónica de los ciudadanos, desarrollando políticas que tiendan a mitigar asimetrías y posibiliten un acceso pleno a toda información. Este objetivo se puede conseguir, no sólo con un alto nivel tecnológico, sino también empoderando a los ciudadanos para que contribuyan a crear un entorno más democrático. El impacto de una mayor participación ciudadana también se debe reflejar en un Estado permeable a los mensajes, a las demandas, capaz de entender y responder a los ciudadanos.
El Estado, sobre todo en su nivel local, debe guiar este proceso brindando a los sectores de menor recursos de la máxima cantidad de herramientas posibles para su inclusión. No se debe caer en el escenario del reduccionismo tecnológico en donde el sector privado asume un rol protagónico en la conducción de estos cambios, con la consecuente despolitización de estos procesos. Precisamente para posibilitar el mayor acceso de la población de forma óptima a la nueva economía digital, es indispensable politizar la temática e incentivar las practicas emergentes ciudadanas y colectivas, las cuales van construyendo usos y apropiaciones de las tecnologías en función de experiencias, necesidades y deseos.