Por Mg. Fabio J. Quetglas e Ing. Mariano Winograd
No hay ninguna duda que existe una fuerte correlación entre el modo de organización urbana y la estrategia de provisión alimentaria de la población.
El crecimiento de las ciudades hubiera sido sencillamente imposible de no haberse resuelto la producción alimentaria a gran escala, una logística eficiente, modos de conservación de los alimentos y estrategias que al tiempo que garanticen su provisión en tiempos de escasez (acopio/ garantía) sostengan el estímulo sobre los productores de alimentos y otros actores de la cadena (incentivos).
El hecho irrefutable de que ingresamos al Siglo XXI con una mayoría de población urbana en el planeta y que existen al menos 19 urbes de más de 20 millones de habitantes, en las cuales no hay hambrunas masivas; son la demostración clara de que los desafíos planteados arriba se han conquistado suficientemente.
Ahora bien; en este caso el bosque puede impedirnos de ver algunas especies de árboles que merecen la atención. Alimentar una ciudad, con acceso a la calidad y la diversidad alimentaria no es un hecho natural; aunque generalmente el hombre y la mujer de las ciudades lo naturalicen. Por detrás de una ciudad bien abastecida, hay estrategias, políticas, mercados, trabajadore/as, normas, infraestructuras.
A diferencia de otros tiempos, este es un tema que sabemos que crecerá irremediablemente en la agenda pública; sencillamente porque la extensión de nuestras expectativas de vida ponen a las “enfermedades crónicas no transmisibles” en primer lugar de la agenda sanitaria, casi todas ellas asociadas al “que comemos y como comemos”.
Como el resultado “definitivo” de nuestra alimentación, luego de la saciedad y el placer momentáneo se produce algunos años vista, en potenciales diabetes, hipertensión, obesidad u otros padecimientos tan extendidos. La primera clave del paradigma alimentario público, no debe ser solo ofrecer alimentos a precios y calidades y variedades diferenciadas; sino garantizar un caudal de información tal que prescindiendo de mecanismos de intervención al mercado, permitan incrementar los criterios de elegibilidad pública.
Resulta paradojal, pero una forma de medir la evolución de dichas circunstancias, es analizar cual es el porcentaje de alimentación procesada/ industrializada vs. fresca en la población.
Cuando las cadenas de valor se deterioran porque la contractualidad es pobre, cuando las infraestructuras no son buenas y cordones verdes o zonas de provisión ven frecuentemente afectado su acceso a los mercados por razones superables con inversión, cuando no hay políticas de información alimentaria calificada, etc. En ese contexto crece la incidencia de la industria de escala, que dispone de mecanismos para suplir aquellas falencias por las economías generadas a partir de la propia de la escala.
Con esos datos en la mano, no es ilógico advertir como la Ciudad de Buenos Aires en un lapso de 40 años, redujo (a pesar del boom vegetariano, de los 80) su consumo de frutas, verduras y hortalizas en un 30 % per capita; al mismo tiempo que cambiaba definitivamente sus patologías significativas en la agenda de salud.
Es en este punto, donde llegamos al cuello de botella que debemos resolver. Para que la Ciudad y el AMBA tengan una adecuada estrategia alimentaria, no se necesita una política pública, se necesitan muchas, algunas de las cuales pasaremos a listar a modo de ofrecimiento al debate público.
1. La producción de alimentos debe ser valorada, dotada de relevancia simbólica, horticultores, granjeros, molineros, ganaderos, faenadores; deben ser profesiones reconocidas, nuestros hijos deben aprender en la escuela la importancia de sus tareas, de hacerlas bien, de ser competitivos y al mismo tiempo sostenibles. Hay que recuperar la consciencia alimentaria que hemos ido perdiendo a partir de la ruptura con el entorno natural que nos produjo la industrialización.
2. Esa valoración, debe incluir el derecho a que ese esfuerzo sea legítimamente retribuido. La producción alimentaria esta sometida a todo tipo de vaivenes y las subas y bajas de precio, no pueden ser ocasión para descalificar el trabajo.
3. La producción de bienes tan diversos como una lata de lentejas, o una horma de queso, un sobre de té o una ensalada pre-cortada; requieren de condiciones para ser llevadas adelante. Eso significa infraestructuras, normas adecuadas de los diversos entornos laborales y normas fiscales adecuadas (y en lo posible muy acotadas, sobre todo para aquellos alimentos cuyo aporte sanitario es alto).
4. No existe tal cosa como “la dieta de los argentinos”; el país bajo en 30 años a 1/3 el consumo de vino y a la mitad el de carne. Los argentinos, por cierto tenemos costumbres, pero somos personas sometidas a estímulos y tenemos capacidad de cambio. Basado en eso, el Estado Nacional debería impulsar muy seriamente: a) el fortalecimiento de las cadenas frutihorticolas, el incremento del consumo de pescado y legumbres como proteínas de calidad, b) en sentido inverso des-incentivar el uso excesivo de sal, de azúcar, de grasas trans.
5. Las políticas de abastecimiento de proximidad (políticas urbanas, en sentido estricto), no pueden desatender nociones básicas de un tema tan sensible: estímulos a la calidad, proximidad, comodidad, diversidad. En ese sentido es muy pobre lo que se hace en Buenos Aires, en comparación a otras ciudades. No existe la formación de quienes manipulan alimentos, no existen estímulos ni al negocio de proximidad ni la producción de proximidad.
6. Las bases de una buena gestión de provisión alimentaria son sencillas: reconocimiento de la relevancia de la tarea/ prioridad por lo fresco, lo próximo y lo sostenible. Se trata de una agenda ausente.
7. Mientras el Estado no asume el rol que le corresponde; hay “vanguardias urbanas” que ponen en discusión con sus prácticas el “status quo”, el veganismo, los consumidores de productos orgánicos, los incipientes agricultores urbanos, etc., son la punta de un iceberg que no parará de crecer hasta hacer insostenible la situación actual (estándares de calidad bajos, mala información, desconocimiento del funcionamiento de las cadenas de valor, etc.).
8. Sin embargo, cabe decir que sin políticas públicas, las vanguardias solo incidirán en el margen; y la ciudad mientras tanto seguirá padeciendo el deterioro materia de provisión alimentaria. Con consecuencias que seguramente no podemos ponderar aún.
La conclusión es idéntica a otras situaciones públicas; “no se gobierna lo que no se conoce”, y los gobiernos han ignorado (en todos sus sentidos) por años el valor de la provisión alimentaria urbana; sometida siempre al vaivén de las políticas de precios cortoplacistas.
Cuenta una vieja historia, que Colbert (asesor económico de Luis XIV, el rey sol), advertía que recurrentemente Su Majestad le preguntaba por el precio de los alimentos. Un día, Colbert al ver la insistencia del Rey se atrevió a preguntarle el porque de su insistente preocupación; y el Rey con mucho sentido político le explico (en Versalles) que él era plenamente consciente de los padecimientos populares, y de la magnificencia de su Palacio, por tanto quería estar seguro que el hambre no produjera estragos sociales, de lo contrario su reino acabaría (como de hecho acabo con su nieto, pocos años después). Así las cosas, Luis XIV se alegraba cada vez que Colbert le manifestaba que el trigo u otros productos populares habían bajado de precio, y se preocupaba a la inversa cuando los precios subían. Un día al enterarse que los precios estaba extraordinariamente bajos, el Rey dejo traslucir su satisfacción; hasta que Colbert lo interrumpió y le dijo “Majestad, no es una excelente noticia; si el trigo no vale nada; los campesinos abandonarán sus campos y migrarán a la ciudad, quien producirá el año próximo?”
Sin excedente alimentario no hay ciudad, sin productores incentivados no habrá excedente alimentario, ni cadena de valor, ni diversidad. Estamos a tiempo de pensar como comemos o resignarnos a que solo los ricos e informados se alimenten con calidad, dejando el consumo popular cautivo de una industrialización alimentaria excesiva.