Por Carlos Fara, Consultor político – El conflicto es parte de la política. La cuestión es cuánto tamaño de conflicto soporta la sociedad en una situación de crisis estructural como la que vive la Argentina y el mundo. Por eso, es interesante analizar las idas y venidas que trajo la pandemia en los últimos tiempos para los poderes públicos y cuánto afecta eso el grado de legitimidad que los ciudadanos le otorgan a las medidas de restricción.
Empecemos por marcar tres parámetros básicos de la opinión pública en este contexto:
1.La conciencia sobre el carácter inédito y mundial de la crisis, hace que se dispensen algunos errores gubernamentales, y que eso haga difícil la comparación con las situaciones que atravesaron otros mandatarios.
2.El estado de ánimo predominante es la incertidumbre y miedo, no bronca y enojo, lo cual lo vuelve muy distinto a cualquier otro escenario de crisis (como 2001 / 2002, por ejemplo).
3.La pandemia preocupa más por sus consecuencias económicas que por lo sanitario en sí mismo. Por eso la opción economía vs. salud es muy difícil de procesar en la cabeza de la gente.
Dicho esto, la crisis de las clases presenciales –que disparó el conflicto en la justicia- trajo costos para ambos bandos. Un poco menor para el jefe de gobierno de la CABA, pero se visualizó una caída de su imagen positiva de varios puntos. El temor al costo en la opinión pública es lo que frena a los actores a profundizar la confrontación a la máxima potencia, haciendo que se apacigüen hasta la próxima ocasión.
Los actores intervinientes no tienden a la cooperación naturalmente, salvo que el incentivo para hacerlo sea muy grande. El mejor ejemplo de esto fue durante los dos primeros meses de cuarentena estricta en marzo – mayo de 2020. ¿Qué pasó después? Los actores sienten que deben volver a la normalidad porque temen perder identidad y eso los lleva a tomar distancia nuevamente, más allá de otros factores como el ideológico. Tal es así, que en las dos coaliciones mayoritarias se reprodujo el mismo fenómeno: los halcones reclamándole a los moderados que ya era de romper con la luna de miel.
Luego se suman los conflictos derivados de que los problemas no desaparecen por el solo hecho de que haya concordancia, y entonces se agudiza el cálculo racional de minimizar costos, al menos de corto plazo. Al romperse el clima de diálogo y consenso, las dificultades derivadas de la crisis se potencian por el deterioro de la cooperación, y así se entra en un círculo vicioso del que es muy difícil salir. La convivencia se recupera, en general, cuando el actor con más poder –el gobierno nacional- toma la iniciativa y da las garantías necesarias para volver a la concordancia.
Pero lógicamente “la naturaleza contesta”. Las sociedades tienden dinámicas propias más allá de lo que piensen los actores políticos. La evidencia mundial indica que después de una cierta acción intensiva a lo largo del tiempo –v.g. las restricciones estrictas- se producen conductas reactivas, por lo menos de la misma intensidad. No era difícil de prever, ya que existe una extensa literatura sobre economía del comportamiento que nos habla sobre qué nudges (pequeños empujones) movilizan a la gente a comportarse de la manera que el decisor de políticas públicas necesita.
Esto nos lleva a otro punto. Así como se dice burlonamente que la economía es algo demasiado importante para dejarla solo en manos de los economistas, diríamos que la pandemia es lo suficientemente clave como para atenderla solo con las opiniones de infectólogos, epidemiólogos, médicos, etc. Acá es donde aparece una palabra que nos gusta repetir pero que pocas veces respetamos, que es “integral”: diseñar soluciones que tomen nota de toda la complejidad. ¿Es fácil? ¡Obvio que no! Para eso está la política, para conciliar lo que parece imposible. Esto es lo que nos permite pensar las cosas de otra manera y no en la forma binaria simple, evitando desembocar en las antinomias consabidas.
Si no parece que hay algún acuerdo en el nivel político y científico, muy difícilmente la sociedad tienda a respetar las restricciones. Estas nunca son agradables, pero serán relativamente acatadas en la medida que un cierto consenso apacigüe a los ciudadanos “en carne viva”. La gente no es tonta y puede comportarse de manera racional cuando las cosas toman cierto rumbo. En 2002 hubo muchos que dijeron que nunca más volverían a depositar sus ahorros en los bancos. Al año siguiente las entidades financieras rebosaban de dinero. Eso sucede cuando los liderazgos generan el nivel mínimo de confianza y alimentan un círculo virtuoso.
En un sistema federal y de autonomías municipales –como acaba de confirmar el fallo de la Corte Suprema- el diseño institucional debería ser lo suficientemente sabio como para que los actores se vean obligados a cooperar. La lógica de los checks and balances por sí sola no garantiza cooperación y cálculo racional de largo plazo. Por eso, es que nunca se debe ser utópico en este aspecto y adaptarse a la realidad existente. Al final, todo problema tiene su solución. Lo que no puede hacerse es reclamar una y otra vez por qué acá las cosas no funcionan “como debería ser”.