POR MICAELA GIOVANNA LATTANZI
71 años nos separan de la primera vez que las mujeres tuvimos acceso al voto en nuestro país. El 11 de noviembre de 1951, las argentinas pudimos ejercer, por primera vez a nivel nacional, el derecho al sufragio y a ser elegidas. Mucho camino hemos recorrido desde ese momento, conquistando uno a uno derechos y posiciones de poder que históricamente nos fueron negados. Al día de hoy, en términos legales, en nuestro país las mujeres tenemos las mismas posibilidades jurídicas que los hombres para acceder a cualquier cargo político, pero sabemos que las barreras no son solo formales.
La existencia de barreras sociales y culturales no debería ser una sorpresa, pero es necesario conocerlas para poder gestionar políticas públicas que las rompan. Un concepto muy esclarecedor para entender estas barreras es el “techo de cristal” el mismo se refiere a “una superficie superior invisible en la carrera laboral de las mujeres, difícil de traspasar, que nos impide seguir avanzando. Su carácter de invisibilidad viene dado por el hecho de que no existen leyes, ni dispositivos sociales establecidos, ni códigos visibles que impongan a las mujeres tal limitación, sino que está construido sobre la base de otros rasgos que por su invisibilidad son difíciles de detectar.”
Otro concepto importante a tener en cuenta es el de suelo pegajoso, el mismo se refiere a la precariedad de los trabajos, generalmente ejercidos por mujeres, y lo difícil que se nos hace salir de los mismos. Parte del trabajo de ser madres, esposas y cuidadoras del hogar, hace que nos encontremos “adheridas” a un suelo que dificulta el crecimiento laboral y la realización personal lejos del ámbito familiar. Esta cuestión se encuentra íntimamente relacionada con el sentimiento de culpa y las “dobles jornadas” (entre el trabajo pago y el trabajo en casa) que nos dificulta el crecimiento profesional.
En Argentina ha habido avances en materia legislativa para contrarrestar estas problemáticas socioculturales. El 6 de noviembre de 1961 fue sancionada la Ley de Cupo Femenino, la cual determinó que, al menos el 30% de las listas de candidatos que presentan los partidos en las elecciones, estuviera ocupado por mujeres. La misma estuvo en vigencia hasta que, en 2017, se dictaminó la Ley 27.412 de Paridad de Género en Ámbitos de Representación Política. Allí se estableció que las listas de candidatos al Congreso de la Nación y al Parlamento del Mercosur deben ser realizadas ubicando de manera intercalada a mujeres y varones desde el/la primer/a candidato/a titular hasta el/la último/a candidato/a suplente, esta legislación busca la paridad de género en los ámbitos legislativos.
Estas dos leyes obtuvieron resultados positivos en algún punto. Luego de la primera elección con paridad, para el bienio 2019-2021 la Cámara baja quedó conformada por 106 mujeres, las cuales representan el 41,2% del total e implica un aumento de casi 3 puntos en comparación con la legislatura anterior (2017-2019). Por su parte el Senado quedó conformado por 29 mujeres, equivalente a una participación del 40,3% del total, prácticamente igual a la composición del bienio anterior. Estos datos, a pesar de ser alentadores no son perfectos aún con una legislación que está dirigida de forma directa a conseguir la paridad, esta no se logra inmediatamente por la composición anterior que venían teniendo las Cámaras.
Según el Índice de Paridad Política 2021 de ONU Mujeres en Argentina, la paridad aún no es un precepto constitucional. En lo sustantivo, ilustra que en la Administración Pública Nacional se aprecia un bajo porcentaje de mujeres ministras en el Gabinete Nacional (14%), actualmente el porcentaje es peor, se encuentra en el 10%. Por su parte, la representación femenina en la Corte Suprema de Justicia es solo del 20%. La Cámara Nacional Electoral -máximo órgano jurisdiccional electoral- no cuenta con ninguna mujer entre sus magistrados. Por su parte, los partidos políticos, aún deben fortalecer los principios de paridad y no discriminación en sus Cartas Orgánicas, garantizar su cumplimiento, así como promover entornos igualitarios y libres de violencias por razones de género.
En posiciones ejecutivas, solo una mujer ha ejercido el cargo de presidente de nuestro país de forma electiva en todos nuestros años de historia. En las gobernaciones de las provincias la situación no mejora, hoy de los 24 puestos solo 2 están ocupados por mujeres e históricamente, sólo 7 mujeres han sido electas como gobernadoras de provincias y en 18 de ellas nunca hubo una gobernadora. Hilando más fino, en el Área metropolitana de Buenos Aires, solo 8 de los 40 puestos de intendencia en municipios están ocupados por mujeres y, a nivel histórico, sólo 17 mujeres han ocupado esos puestos de forma electiva, es más, 25 de los 40 municipios nunca tuvieron una intendenta mujer.
Los datos son una gran forma de entrever la disparidad de género, pero lo importante es lo que hacemos con ellos. Si quedan en simples estadísticas vacías, el cambio se ve una y otra vez pospuesto en la agenda. El hecho de que las mujeres ocupemos puestos decisionales no solo es una cuestión de acceso equitativo al poder, sino de representatividad también. Nuestra participación influye directamente en la política, aportando puntos de vista y aptitudes, pero sobre todo genera la posibilidad de pelear por nuestros propios intereses, lo que afecta directamente al hecho de que cuestiones relacionadas al género sean tratadas desde el ámbito gubernamental. Incluirnos en espacios de toma de decisiones, además de tener un impacto significativo sobre lo antes mencionado, también reduce prejuicios y estereotipos negativos sobre nuestra eficacia en puestos de liderazgo, influye en las aspiraciones profesionales y en el desempeño escolar de niñas y adolescentes, e incrementa la aceptación de candidatas y de dirigentes políticos femeninos por parte de los y las votantes.
La igualdad de hombres y mujeres en la política no debe ser un problema ni una reivindicación únicamente femenina, sino una necesidad de la democracia y un instrumento para el desarrollo inclusivo y sostenible. En ese sentido, es necesario un proceso político que exija un importante cambio cultural, con el fin de dejar atrás la imagen histórica sobre mujeres y varones y abrir el paso a una nueva forma de pensar que no nos excluya de los puestos de decisión.